
Hoy quiero aprovechar este pequeño espacio que ANUNCIAR Informa me brinda para soltar las amarras de la imaginación y zambullirme en mis recuerdos. Me gusta detenerme en esos momentos que dejaron una huella, en esas experiencias que me invitan a pensar, a mirar desde otro ángulo, desde otra versión de las cosas.
La mayoría ya sabe qué hace más de cuatro años y medio estoy viviendo en España, en Asturias. Más precisamente, en una cuenca minera. Un lugar de contrastes, donde en ciertos sectores, confesar tu fe o mostrar tu vínculo con la Iglesia es casi un acto de rebeldía. Las miradas se tornan inquisitivas y no faltan quienes responden con agresividad. Pero no quiero detenerme hoy en quienes se parapetan detrás de ideologías que, bajo la bandera de la igualdad y la inclusión, solo cultivan resentimiento, odio y, sobre todo, división. No es sobre ellos esta historia.
Hoy quiero hablarles de algo mucho más luminoso. De una celebración y una pregunta. Por un lado, el “Día del Catequista”; por el otro, una conversación inesperada con alguien que, sin saberlo, me ofreció una oportunidad invaluable para dar testimonio.
La charla fue con una persona que se declara agnóstica, con cierto rechazo visceral hacia todo lo que huela a Iglesia o a Cristo. En medio del diálogo, me lanzó una pregunta directa, sin rodeos: “¿Por qué sos catequista?”
En ese instante, algo dentro de mí se activó. Supe que era la ocasión perfecta para hablar de ese Dios que no se queda quieto, que sale a tu encuentro, que te busca incansablemente. Un Dios que te invita a ser su voz, sus manos, su mirada, su consuelo, su alegría, su palabra viva. Vi que sus ojos se abrían con asombro ante ese torrente de ideas y no interrumpió. Me dejó seguir, quizá por curiosidad, quizás por algo más profundo.
Le conté que ser catequista es estar presente cuando la vida golpea. Es acompañar a quien enfrenta la pérdida de un ser querido, en ese instante límite donde la esperanza se tambalea. Es explicar que la muerte, esa que tanto tememos, para el cristiano no es un final, sino una puerta. Un nuevo comienzo junto a Jesús, en la Casa del Padre. No hablo de reencarnaciones ni de fantasías. Hablo de la vida eterna, del reencuentro con el amor más puro.
La conversación continuó. Me compartió sus razones para no creer, para mantenerse al margen de la fe. Pero volvió a preguntar, como quien busca una certeza que aún no tiene: “¿Sos feliz siendo catequista?”
Le respondí con total sinceridad. Le dije que cuando uno se pone en manos de Dios, cuando sirve desde el corazón, hay momentos de tensión, sí, pero también de una alegría indescriptible. Especialmente cuando trabajas con niños o adultos que llegan con una sed inmensa de sentido, sin saber cómo empezar a buscar a Dios.
Entonces, casi con timidez, me hizo una nueva pregunta: “¿Quiere decir que si yo quisiera buscar a Dios… podría encontrarlo?”
Le respondí que sí. Que Dios siempre está dispuesto a dejarse encontrar por quienes lo buscan con sinceridad. Que incluso aquellos que se alejaron, o que alguna vez lo rechazaron, pueden volver a Él. Solo hay que dar un paso. Uno solo.
“¿Y qué tendría que hacer?”, me preguntó.
Le dije: “Solo decí esto: ‘Habla Señor, que tu siervo escucha’. Y quédate en silencio. En algún momento, cuando menos lo esperes, Él te va a responder”.
Vi cómo su expresión cambiaba. Me confesó que jamás había escuchado esta “versión de las cosas”. Y me dijo que quería intentarlo. Le aseguré que no estaría solo, que podía contar conmigo para sostenerse en este nuevo camino que estaba por comenzar.
Ser catequista es eso. Es ser testigo y puente. Es llevar la luz de la fe a un mundo que muchas veces transita en sombras. Es crecer cada día mientras avanzamos juntos hacia la Casa del Padre.

Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde España
Alfredo Musante Martínez
-Este artículo está publicado en el boletín digital, número 69 que corresponde al mes de agosto de 2025.