Uno de los primeros programas que recuerdo captaron mi atención “radial” de muy chico fue el que conducía el entonces afamadísimo “peruano parlanchín”: nos referimos al genial Hugo Guerrero Marthineitz. Recuerdo perfectamente el lugar en el que por primera vez escuché su voz grave y serenamente gobernada por el micrófono. Fue en la cocina de la casa de mi abuela materna (uruguaya y “fana” 100% de la radio), tendría yo escasos 6 o 7 años.
Peruano de nacimiento, Hugo Guerrero Marthineitz comenzó su carrera en su país natal para continuarla luego en Chile y Uruguay. Pero fue en Argentina -país que él mismo adoptó- donde sus programas (“el show del minuto”, “a solas” y su clásico “reencuentro” por mencionar los más renombrados) lo lanzaron a la fama. Tras liderar el rating radial de las tardes argentinas durante muchos años, se lanzó también a la conquista del espacio televisivo en su franja nocturna, alcanzando igual o aún mayor éxito que el logrado en radio.
Generó asimismo una verdadera revolución para la época (fines de los años 80 e inicios de los 90) por la particularidad de la minimalista escenografía y casi ningún decorado lo cual desafiaba todas las reglas del lenguaje televisivo: las cámaras únicamente lo enfocaban a él junto a su micrófono como únicos protagonistas del espacio y del tiempo.
Su programa “REENCUENTRO” de cada noche disponía un decorado negro de fondo, cuyo vacío abrazaba el protagonismo que su voz, sus palabras, sus tiempos requerían. Hoy los llamaríamos momentos “permitidos para pensar”. Los manejaba a la perfección, y acontecían “en vivo y en directo”.
Presencia imponente, personalidad única, estilo y soledad pensante, reemplazaba la carencia de la imagen de la radio también en la televisión, generando magníficamente un doble juego teatral: algo así como decir “el estilo soy yo así en la radio como en la televisión”.
¿Qué fue entonces aquello que me impactó del programa radial de aquel afamado “peruano parlanchín”? El pensar cómo era posible que alguien hiciera un programa de radio que duraba una verdadera “eternidad” (medida en tiempos de niños) -el programa duraba tres o cuatro horas- mezclando silencios, alguna que otra canción, y decires de voz grave y serena, matizados con una forma de reírse muy particular. Jamás escuché a nadie reírse como lo hacía él.
Aquel “peruano parlanchín” había captado doblemente la atención de un niño de 7 años: su voz y su estilo tan particulares, y la fascinación de ver a mi abuela escucharle con atención tan encantada.
Hasta nuestra próxima proyección radial.
Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde Argentina
Julio Roberto Montaron
Este artículo esta publicado en el boletín digital, número 35, que corresponde al mes de Octubre de 2022.