Cuenta nuestro amigo Marcos, el Evangelista, y más adelante lo leeremos en Mateo y Lucas, que Galilea fue el lugar geográfico donde Jesús anunció públicamente la Buena Nueva (Mc. 1-15), liberando a los oprimidos, sanando a los enfermos, resucitando a los muertos y dando de comer a los hambrientos. Además, nos dice que al llegar a Jerusalén no pudo obrar allí muchos milagros, dada la incredulidad de la gente, resultando esto paradójico, ya que es ahí —precisamente— donde se devela el misterio mesiánico a través de su pasión, muerte y resurrección.
Al pensar en el camino de Galilea hacia Jerusalén, me sitúo en nuestro propio camino de transformación, que necesariamente cursa ese mismo recorrido en el que nos sentimos llamados, tentados y conducidos; un proceso que devela en sí mismo la realidad de la nueva Jerusalén que nace en la conversión de nuestros propios corazones de carne.
De esta manera, queridos lectores, quisiera que nos dejásemos invitar por Jesús para recorrer —juntos— este trayecto, sintiéndonos protagonistas de aquellas historias narradas hace más de dos mil años y contextualizadas en nosotros con marcada “novedad”.
¡Hagamos también historia! ¡Historia de salvación!
Bajo esta premisa y siguiendo al Evangelista, me permito narrar que aquella comunidad experimentó, en Galilea, un despertar sobre la conciencia de la persona de Jesús, en un contexto difícil en el que reinaba la opresión del Imperio Romano, de manera que el panorama planteaba abiertamente la liberación de aquel yugo. Jesús, por su parte, ofrece una perspectiva trascendente y ese es, precisamente, el escenario fértil en el que Él lleva adelante su misión de manera pública, una vez que Juan el Bautista ha marcado el camino (Mc. 1-9, 11).
Podríamos afirmar que Jesús, habiendo vivido la experiencia mística que enraíza su misión (Mc. 1, 9-11) y luego de haber vencido la tentación en el desierto (Mc. 1, 12), se pone en acción en Galilea para liberar, sanar y alimentar a la gente de aquel lugar. Y aquí me detengo porque estos episodios históricos me animan a preguntarme si nuestras almas y corazones son esas tierras fértiles en las que Jesús puede obrar.
Algo me dice, en este punto, que nuestra voluntad requiere ser fortalecida, no solo para vencer nuestros pequeños desiertos cotidianos, sino para ser depositarios también de aquellos milagros. Segura estoy de que en Él hallamos esa certeza.
Geográfica y contextualmente continuamos ubicados en Galilea. ¿Y por qué no? Experimentamos la misma alegría de aquella gente al ser sanada (Mc. 1, 30-31), perdonada (Mc. 2-11), “misericordiada” (Mc. 2-17), dignificada (Mc. 6, 25-34), fortalecida (Mc. 6-36) y alimentada hasta la saciedad (Mc. 6, 42-44). Me viene a la mente que el alimento es hoy la “Hostia Viva”, reproducida una y otra vez.
Y aunque nuestra humanidad cansada aún no atina a ver el camino con claridad, Jesús va abriendo paso más allá de Galilea, retirando la neblina de nuestros ojos (Mc. 8, 22-26), al tiempo que va anunciando su pasión (Mc. 8-31).
A pesar de que la neblina ha sido depuesta, el camino se va tornando aún más pedregoso y difícil (Mc. 8, 24-37), pero aceptamos libremente seguir ¡ADELANTE!
Situados en este escenario, Jesús llega a Jerusalén. ¿Le seguimos? ¿Comprendemos su misión mesiánica? Me animo a afirmar que no estamos seguros del todo.
Aquí nos detenemos, una vez más, y somos interpelados en el marco del debido seguimiento (Mc. 11, 24-25; Mc. 12, 28-32).
Encontramos oposición. Ya no estamos en Galilea. Hemos llegado a Jerusalén. El escenario no es fértil, a pesar de haber visto aquella entrada triunfal. Seguimos sin comprender. Nos llenamos de asombro al ver a Jesús maldecir la higuera (Mc. 11, 12-14) o sacar a los mercaderes del templo (Mc. 11, 15-19), y al pisar este terreno, me siento interpelada: ¿Soy templo vivo para los demás? ¿Soy reflejo del Jesús histórico que ha prometido quedarse y caminar junto a nosotros?
Ante esta encrucijada, nos ubicamos de nuevo en un contexto que nos confronta, pero al mismo tiempo nos hace libres para elegir, una vez que descubrimos la verdad que se nos quiere revelar. El verdadero milagro es la conversión, aún en medio de situaciones apremiantes.
No tenemos respuestas, a pesar de haber hecho el recorrido, pero sabemos que el Jesús de la historia vive. Su triunfo ha quedado inscrito en nuestros corazones luego de la resurrección (Mc. 16, 9-20).
Asumo libremente la esperanza de un “Nuevo Pentecostés”.

Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde Venezuela
Isabella Orellana
-Este artículo está publicado en el boletín digital, número 73, que corresponde al mes de diciembre de 2025.
