Siempre recordaré su presencia como un hecho que imponía respeto sin necesidad de esfuerzo. Escucharlo hablar sobre la cultura de la salud era observar a alguien que sostenía sus convicciones con firmeza. Hoy, algunos podrían llamarlo dogmático, otros lo tildarían de autoritario, pero nada de eso reflejaba su esencia. Su fuerza estaba en la palabra, en la coherencia entre lo que pensaba y lo que hacía.
Tuve la fortuna de trabajar con él durante años, cuando fue asesor científico de la Comisión Episcopal para la Pastoral de la Salud en Argentina. Frente a mí siempre fue transparente y honesto. No había máscaras. Su ética y compromiso eran evidentes en cada proyecto que emprendía. Pasamos largas horas transcribiendo documentos, programando y evaluando iniciativas de prevención del SIDA. Lo acompañé a reuniones en la Academia Nacional de Medicina y observé de cerca su capacidad para conectar la ciencia con la gente, explicando con claridad complejos temas epidemiológicos a profesionales y a quienes carecían de formación en el área.
Su lema era la prevención. Citaba a Hackett, un epidemiólogo inglés: si la gente cae al precipicio, es más humano y económico poner un vallado que construir un hospital al fondo. Esa metáfora resumía su pensamiento y su forma de trabajar. Aprendí a su lado no solo sobre la enfermedad, sino sobre la dedicación y la responsabilidad. Para mí, fue un verdadero maestro.
Compartimos almuerzos, meriendas y cenas donde surgían historias de su vida, de su paso por la dictadura y su oposición a decisiones injustas, que incluso pusieron en riesgo su vida y lo llevaron a exiliarse. Su compromiso con la verdad y la justicia estaba presente tanto en lo personal como en lo profesional.
Organizó el Instituto Moreniano de Mar del Plata, presidió comités internacionales, coordinó simposios y estuvo al frente de proyectos que impactaron positivamente en la salud pública argentina. Su detalle extremo en la organización y ejecución de cada iniciativa dejaba claro que no había espacio para improvisaciones. Cada gesto reflejaba su respeto por los demás y por el trabajo bien hecho.
Era un hombre de fe sólida, católico profundo pero abierto, que sabía equilibrar su espiritualidad con la razón y la acción concreta. Recuerdo su humildad: sus diplomas y logros nunca se exhibían, porque para él lo importante era la acción, no la ostentación.
A Ricardo y a su esposa “Chiquita” los consideré mis segundos padres. Su guía, protección y amistad desinteresada marcaron mi vida. Siempre apoyó mis iniciativas, aconsejando documentar cada paso, dejando un legado de responsabilidad y coherencia. Su voz, su saber y su bonhomía eran capaces de silenciar cualquier sala de radio con la profundidad de sus relatos, tanto de ciencia como de historia.
El 21 de septiembre de 2018 partió a la Casa del Padre, dejando un vacío imposible de llenar. Su recuerdo, su sonrisa y su ejemplo permanecerán siempre conmigo, inspirando cada paso que doy y cada proyecto que emprendo.
Alfredo Musante Martínez
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