
Hay momentos que nos obligan a detenernos, a mirar hacia adentro y conectar con lo más humano de nuestra existencia. Esta vez quiero compartir una vivencia reciente que removió profundamente mi interior, no solo por la pérdida que supuso, sino por lo que significó estar presente en ese instante sagrado en el que despedimos a alguien que deja este mundo.
A fines de mayo recibí la noticia del fallecimiento de un amigo cercano a la familia del tío de Fernanda, mi esposa. Son esos avisos que, por más esperados o lejanos que parezcan, siempre sacuden algo adentro. La muerte tiene una forma particular de irrumpir, como si empujara una puerta que sabíamos que estaba, pero preferíamos no abrir. Y en ese instante, mi pensamiento va directo a los que se quedan, a quienes deben continuar en medio del vacío, intentando sostenerse mientras todo parece tambalear.
Con el paso de los años he presenciado muchos adioses. Algunos han sido silenciosos, otros más ruidosos. Lo cierto es que cada uno deja su marca. Hay personas que pasan por nuestra vida dejando huellas claras, y otras que, sin darnos cuenta, nos enseñaron algo con solo estar ahí.
Al llegar al velatorio con Fernanda, el ambiente estaba impregnado de ese silencio espeso que solo se encuentra en los lugares donde la muerte ha tocado. Abrazamos a la viuda. No hubo necesidad de muchas palabras. A veces, el simple hecho de estar es el consuelo más grande que uno puede ofrecer. Luego ingresamos a la sala donde reposaba el difunto. La madera del féretro parecía contener no solo su cuerpo, sino también toda una historia que se cerraba, sin previo aviso.
Pedí permiso para decir unas palabras, orar, acompañar desde la fe ese momento tan delicado. Realizar unas oraciones de responso (o exequias) durante una despedida, incluso sin ser sacerdote. Estas pueden incluir la lectura de pasajes bíblicos, oraciones de intercesión por el difunto y su familia, y la Oración del Señor. También incluyen lecturas de autores no religiosos, poemas o canciones que expresen el duelo y el recuerdo del que ha partido. No solo eran plegarias para quien había partido, también eran bálsamo para los que quedaban, tratando de entender, de resignificar el dolor.
Me sorprende, cada vez que lo hago, ver la reacción de quienes escuchan. Es como si algo que estaba olvidado se encendiera de nuevo. Hay una necesidad tan profunda de sentido, de consuelo, que gestos como estos, aunque pequeños, abren puertas. En un tiempo donde lo sagrado parece diluirse, me reconforta poder ser puente. Es un llamado que no tomo a la ligera. Como agente de pastoral, sé que esos minutos pueden tocar corazones.
La despedida terminó entre lágrimas, abrazos y palabras entrecortadas. Algunos se acercaron para agradecer, otros simplemente me miraron con una expresión de alivio, como si hubieran encontrado un poco de luz en medio de la oscuridad que trae el duelo. Mientras salíamos con Fer, sentí una paz especial. No de esas que vienen de estar en calma, sino una más profunda, que nace de saber que se ha hecho lo correcto. Que, en medio del dolor, uno pudo llevar esperanza, aunque sea un poco.
En ese momento supe con claridad que no era yo el que hablaba o consolaba, sino que era Él obrando a través de mí. A pesar de mis imperfecciones y errores, hubo algo profundamente esperanzador en saber que pude ser un canal, aunque mínimo, para que otros percibieran el consuelo y la presencia silenciosa de Dios.
No siempre logro comprender sus designios, pero he aprendido que la fe no se limita a los rezos en soledad o en privado ni a los rituales. También se manifiesta en la presencia, en el acompañar sin exigir nada, en ponerse al servicio. Y si, en ese gesto, al menos una persona encuentra alivio, entonces la misión ya tiene sentido.
Hoy, más que nunca, te invito a que te tomes un momento para reflexionar. No sobre la muerte, sino sobre cómo estás viviendo. Porque, al final, en el amanecer de la vida, seremos juzgados por el amor. Y cada gesto de misericordia que demos será como una luz encendida en medio de la noche.
“Jesús le dijo: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?”. (Juan 11-25,26)
Es Jesús quien la pronuncia, pero somos nosotros quienes debemos responderla cada día: “¿Crees esto?” Porque en esa respuesta se juega todo. Incluso, el modo en que vivimos nuestros propios adioses.

Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde España
Alfredo Musante Martínez
-Este artículo está publicado en el boletín digital, número 67 que corresponde al mes de junio de 2025.