
Con el tiempo, y casi sin darme cuenta, me fui alejando de una idea que antes sostenía con fuerza: la confianza en las personas. No estoy hablando de religión ni de espiritualidad, aunque sé que el término “descreimiento” suele asociarse con la pérdida de fe en lo divino. Lo mío va por otro lado. Mi descreimiento es hacia la gente, hacia los vínculos, hacia esa ilusión que alguna vez tuve de que los demás estaban hechos de la misma materia que uno.
No sé exactamente cuándo empezó, pero sí sé cómo se fue manifestando. Primero fue una decepción, después otra, y así se fueron acumulando pequeñas traiciones, gestos tibios, palabras que no se sostienen. Me cansé de esperar que el otro devuelva, aunque sea una parte de lo que uno da. Me cansé de ilusionarme con la idea de que algunos vínculos valen más de lo que en verdad muestran.
Durante mucho tiempo aposté fuerte por la gente. Me entregué con sinceridad, con la certeza de que al hacerlo iba a recibir lo mismo. Error. Y lo reconozco. No fueron ellos, fui yo el que esperaba demasiado. El que pensaba que, por actuar desde un lugar honesto, iba a encontrar respuestas parecidas. Ahí radica gran parte de este descreimiento que hoy me acompaña.
Y no es que no me importe la gente, al contrario. Me sigue importando, tal vez demasiado. Pero aprendí que el otro, en su mayoría, prioriza su propio ombligo, cuida su apariencia y pocas veces se detiene a mirar lo que le pasa a quien tiene al lado. Yo lo hice. Escuché, contuve, aconsejé, me detuve cuando muchos simplemente seguían de largo. ¿Y qué obtuve? El uso, la indiferencia y después, el olvido.
No es resentimiento. Es aprendizaje. Aprendí que no todos los que se acercan lo hacen con buenas intenciones. Que muchas veces el interés se disfraza de cariño. Que la preocupación ajena puede ser solo una fachada. Y cuando eso se repite muchas veces, uno empieza a endurecerse. A no creer tan fácil. A no abrirse tan rápido.
En un entorno muy íntimo, me dicen que soy intolerante, irritable, frío, indiferente y muchos calificativos más, no voy a citar la típica frase de la canción de la cantante hispano-británica Jeanette y su icónico tema musical, “Soy rebelde” (bueno se las cito por si alguno no la conoce: “Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”).
Una vez, alguien me dijo que había un texto en la Biblia que explicaba muy bien esto que yo sentía. Lo busqué y lo encontré. Jeremías 17-5 dice: “¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor!” Y aunque puede sonar duro, encontré una verdad en esas palabras. No significa que no debamos vincularnos, sino que no podemos esperar del otro algo infalible. Porque todos fallamos, todos mentimos, todos traicionamos alguna vez, incluso sin querer.
También aprendí que hay que medir cuánto damos y a quién se lo damos. Que no todo el mundo merece lo mismo de nosotros. Y que, como dice otro pasaje bíblico, en Miqueas 7-5: “No se fíen de un compañero, no tengan confianza en un amigo…” No se trata de vivir con paranoia, sino de cuidar lo que uno entrega.
Este descreimiento no me volvió cínico, pero sí más consciente. Me enseñó a observar, a evaluar, a tomar distancia cuando es necesario. A entender que no está mal retirarse de donde uno no es valorado. Y que la confianza, una vez rota, no siempre se repara.
Quizás eso sea lo que me toca aprender en esta etapa. Dar a cada quien lo justo. No más, no menos. Y, sobre todo, entender que solo depende de mí no volver a caer en la trampa de creer ciegamente en los demás.

Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde España
Alfredo Musante Martínez
-Este artículo está publicado en el boletín digital, número 68 que corresponde al mes de julio de 2025.