
Conocí la humildad encarnada en un hombre de sotana. Monseñor Abelardo Francisco Silva nació el 26 de julio de 1924 en Buenos Aires, pero su verdadera historia empezó cuando, a los 19 años, se sumó con decisión a la Juventud Obrera Católica, donde no tardó en convertirse en una figura clave. Primero lideró el movimiento en la Capital y más tarde a nivel nacional. Era un tiempo en que la Iglesia aún buscaba cómo acercarse a los trabajadores, y él, desde la trinchera de la juventud, supo ver una necesidad: la falta de sacerdotes comprometidos con el mundo obrero. Así fue que, terminado su ciclo como presidente nacional, decidió dar un paso más profundo. Entró al seminario de Villa Devoto, dispuesto a dejarlo todo para seguir a Cristo de una forma más radical.
Ocho años después, fue ordenado sacerdote el 24 de septiembre de 1955. Su camino pastoral comenzó en Mataderos, como vicario en Nuestra Señora de Luján de los Patriotas. Más tarde pasó por Flores y Villa Urquiza, hasta asumir la parroquia San Rafael Arcángel. En 1977 fue nombrado párroco de la Basílica de San Antonio de Padua, siempre en Villa Devoto. Pero su ministerio nunca se limitó a un templo.
En paralelo, la Iglesia lo convocaba para tareas de mayor alcance. Primero como asesor de la JOC y luego como guía espiritual de jóvenes y señoritas de Acción Católica. En 1978, ya con una sólida trayectoria, fue invitado por Monseñor Bózzoli a colaborar en la naciente diócesis de San Miguel. Allí, además de ejercer como vicario coadjutor, integró el Consejo Presbiteral, fue director espiritual del seminario, y acompañó sin descanso el crecimiento de una comunidad que recién comenzaba a trazar su identidad.
El 28 de octubre de 1981, Juan Pablo II lo eligió obispo de Presidencia Roque Sáenz Peña, en Chaco. Fue consagrado en una ceremonia sencilla pero profunda, celebrada en San Miguel, la diócesis que tanto había ayudado a fundar. Luego, en 1994, el mismo Papa lo trasladó nuevamente a San Miguel como obispo coadjutor. Ese mismo año, al agravarse la salud de Monseñor José Manuel Lorenzo, asumió como obispo titular.

revista que fue una continuidad del programa de radio.
Y ahí es donde nuestras historias se cruzan. Desde su llegada, Monseñor Silva no fue solo un respaldo institucional para nuestro programa de radio “El Alfa y la Omega”. Fue un verdadero amigo. Participaba por teléfono, a veces en persona, y siempre dejaba palabras que inspiraban. De esas que no se olvidan. Conservo una carta suya que me sigue conmoviendo. Decía:
“Sé que este trabajo es a veces agotador, porque no se cuenta con los recursos económicos suficientes…, pero les pido encarecidamente que no aflojen, que no se desanimen, porque contarán con la ayuda del Señor si siempre se mantienen fieles a la verdad”.
Ese mensaje fue un faro durante los años difíciles. Así era él: sereno, firme, siempre presente. Hasta que, en 2000, una enfermedad lo obligó a presentar su renuncia. Se retiró en silencio, como vivió, sin buscar protagonismo.
Falleció el 15 de julio de 2005, pocos días antes de cumplir 81 años. Sus restos descansan en la Catedral San Miguel Arcángel. Pero su huella va mucho más allá de lo visible. En 2013, durante los festejos por los 50 años de la diócesis de Sáenz Peña, su sucesor, Monseñor Bárbaro, lo recordó con estas palabras: “No aspiraba a tener su nombre en una calle, sino en el Reino de los Cielos”.
Y así lo recordamos: un hombre de Dios, piadoso, entregado, que recorrió con sacrificio y ternura cada rincón de las tierras que pastoreó. Lo que dejó no se mide en placas ni bustos. Vive en la memoria de quienes fuimos tocados por su bondad.
Alfredo Musante Martínez
Para ANUNCIAR Informa (AI)