
Cumplir 60 años no es cualquier cosa. No es sólo soplar las velitas y comer torta; es detenerse. Es mirar hacia atrás sin nostalgia, pero con conciencia. Es revisar el camino recorrido, no para castigarse por los errores, sino para entender qué dejaron, cómo moldearon esta historia que sigo escribiendo día a día. A los 60, uno empieza a ver la vida como un conjunto: los logros, los tropiezos, las vueltas de la vida… y lo que todavía queda por vivir.
Yo soy de los que se meten en problemas por hablar de más. Lo reconozco. La impulsividad me ha jugado muchas malas pasadas. En vez de contar hasta diez, yo ya solté la frase número once. Tengo el carácter bravo, lengua filosa y emociones a flor de piel. Y sí, he dicho cosas que no debía, en momentos en los que el silencio hubiera sido más sabio. Pero no nací para callarme. Me viene a la mente lo que dice Proverbios 21-23, y ponerlo en práctica “El que guarda su boca y su lengua guarda su vida de las angustias”. Y bueno, así soy.
Sé que no pasaré a la historia como el tipo más educado, ni como el que decía siempre la palabra justa. Quizás quede en la memoria de algunos como alguien malhablado, de pocas pulgas y mucho volumen. Pero ¿sabés qué? Tampoco quiero fingir ser un santo. Aunque —y acá hago una pausa— no puedo evitar pensar en el “Cura Brochero”. Ese tipo, santo de verdad, era de los que decían lo que pensaban sin rodeos, que se embarraban hasta los huesos por estar cerca del pueblo, y que no se le caían los anillos por tener mal carácter. Salvando las distancias, algo compartimos: el temperamento fuerte y la lengua suelta. Tal vez no esté tan perdido después de todo.
A lo largo de estas seis décadas, conocí de todo: gente luminosa, gente gris, gente que venía de paso y otra que se quedó para siempre. Cometí errores dolorosos, herí a quienes amo —Fer, mi compañera incondicional, y Ari, mi hija, mi alegría diaria—, pero siempre hubo algo, una especie de hilo invisible, que me trajo de vuelta. Su amor me rescató más de una vez. Y ahí entendés que el verdadero milagro no es no equivocarse, sino tener quienes te amen a pesar de eso.
No soy de tener millones de amigos. Nunca lo fui. Aprendí a diferenciar entre compañeros de ruta y verdaderos amigos, esos que te miran sin juicio, que te entienden con un gesto, que aparecen cuando el resto desaparece. Como dice Roberto Carlos, todos quieren tener un millón de amigos, pero yo prefiero contar con esos pocos que valen por mil. Los que pasaron de ser parte del paisaje a ser parte del alma.
Mirando fotos, entendí que cada etapa tuvo su gente, sus escenarios, sus historias. Algunos ya no están. Otros viven del otro lado del océano. Porque sí, hoy vivo en España, lejos de mi querida Argentina. Y, sin embargo, hay días en los que el cielo tiene ese azul tan particular que me hace ver a la celeste y blanca allá arriba, como si el corazón supiera de qué lado sopla el viento. Esos son los momentos en los que me detengo, respiro hondo, y digo: “Qué afortunado soy y a veces ni me doy cuenta”.
A veces pienso que la gente juzga con demasiada rapidez. Opinan sin saber, etiquetan sin preguntar. No se dan el tiempo de conocer a la persona detrás del carácter, la historia detrás de la voz. Pero eso no me detiene. Porque Dios, en su infinita paciencia, me ha dado muchas oportunidades para crecer, para cambiar, para mejorar. Me rodeó de personas que me enseñaron sin darme lecciones, que me abrazaron sin necesidad de palabras.
Y claro, como buen observador que soy, también me crucé con los otros. Los falsos, los hipócritas, los que sonríen con la boca, pero critican con los ojos. Y uno se da cuenta. A esta altura, ya los ves venir. Pero incluso ellos te enseñan algo: que uno está donde tiene que estar, que cada experiencia suma, que incluso la traición o la decepción son parte del equipaje de vida.
Hoy, en esta vuelta número 60 alrededor del sol, puedo decir que tengo razones de sobra para celebrar. Porque tengo a Fer, que me banca como nadie, y a Ari, que me hace querer ser mejor cada día. Porque sigo encontrando belleza en las pequeñas cosas, en una canción bien cantada, en una charla sincera, en un café. Porque, a pesar de todo, aún estoy aquí.
Y para cerrar esta reflexión, quiero compartirles las palabras de un amigo, Kiki Troia, un músico argentino con alma grande, radicado en México. Su canción “Aún” dice todo lo que quiero decir y mucho más. Porque a los 60, entendés que aún hay mucho por andar. Que el viaje no terminó. Que seguimos aprendiendo, amando, viviendo.
“Aún sé que me puedo levantar,
aún hay camino por andar,
aún debo seguir.
Aún puedo volver a comenzar,
aún quedan notas por cantar,
aún hay que vivir.
Aún tengo aire para respirar,
aún sé que puedo dar un paso más,
aún estoy aquí.
Aún el juego no se terminó,
y aunque no tenga más que mi dolor,
aún me queda Dios”.
Quiero cerrar estas palabras agradeciendo profundamente al equipo de redacción de ANUNCIAR Informa, por el compromiso, el cariño y la calidez con la que siempre me han acompañado. Y especialmente, gracias a su director, Ignacio Bucsinszky, por cederme este pequeño pero valioso espacio, donde pude compartir con ustedes un pedacito de mi historia, de mis emociones y de este recorrido de 60 vueltas alrededor del sol.
Gracias de corazón.

Para ANUNCIAR Informa (AI)
Desde España
Alfredo Musante Martínez
-Este artículo está publicado en el boletín digital, número 66 que corresponde al mes de mayo de 2025.